miércoles, 29 de mayo de 2013

MARIANNE EN EL SOFÁ

Desde mi balcón luxemburgués se divisa Francia, apenas a 15 Kms., identificable por una alta antena y las nubes de vapor que salen de la central de Catenom, pero no se siente la esquizofrenia que aqueja a la sociedad francesa más que como rumor lejano. Desde la tranquilidad de este país tan pequeño y familiar menos aún se entienden la división, la frustración y el odio que hacen aparecer viejos y peligrosos esqueletos nunca del todo enterrados, pero que parecen cobrar nueva vida. ¿Cómo es posible que se vean banderas monárquicas en la calle? ¿Por qué aparecen curas católicos de sotana agitando a las masas? ¿Qué lleva a tantos burgueses conservadores a lanzarse a la calle hasta con niños pequeños por un problema que no les afecta en absoluto?

Algunos responderán que es el matrimonio igualitario (o "mariage homo", como ha sido tantas veces mal descrito en la prensa francesa), pero se trata nuevamente de tomar un síntoma, el malestar que grupos minoritarios y confesionales sienten al ver desafiada su homofobia, por una causa, puesto que una reforma legal que no cambia sustancialmente la vida de nadie no puede despertar estas pasiones.

Muchos comentaristas están de acuerdo en que el asunto le ha servido de pretexto a la derecha más tradicional para montar una campaña de desprestigio y desgaste contra un gobierno que no les gusta, pero quedarse ahí no lo explicaría todo. Hace tiempo que el país entero tiene una profunda crisis de identidad que no hace sino agravarse con el paso del tiempo, la progresiva decadencia y la creciente insignificancia internacional. La crisis económica actual y la constatación de que el modelo francés no funciona o funciona mal, el paro creciente, la desindustrialización, el racismo y la sensación de falta de control actúan como fuerzas centrífugas que lanzan a sectores enteros de la sociedad hacia los extremos.

Un español no encontraría nada nuevo en estos problemas, pero hay una gran diferencia a uno y otro lado de los Pirineos: al sur no se tiene conciencia de grandeza alguna, más bien lo contrario; los españoles suelen considerarse peor de lo que son objetivamente, ven su historia con ojos excesivamente negativos y han interiorizado prejuicios ajenos como propios con un complejo de inferioridad nunca superado y reverdecido ahora; los franceses, en cambio, han sido educados en la conciencia de una superioridad absoluta o relativa, prácticamente nadie duda en Francia de que la cocina local es la mejor, el vino insuperable, París no tiene igual, los mejores escritores, artistas y poetas son franceses y ¿qué decir de la gracia, la elegancia, la moda, la belleza?... En cuanto a la libertad, bien, es la cuna de las libertades, de los derechos del hombre... y así podríamos seguir con una serie de certezas autoalimentadas y reforzadas por estereotipos mil veces repetidos también por foráneos papanatas. ¿Cómo, pues, el mejor país del mundo puede estar como está?

No se puede ser lo mejor y lo peor a un tiempo y la adquisición de una nueva identidad más moderada es algo difícil. Sería deseable que hubiera psiquiatras de países igual que los hay de personas y, de hecho, la linda, pero neurótica Marianne se encuentra hace tiempo sobre el sofá de la consulta, aunque sin garantía alguna de curación por el momento. Lo que hay que esperar es que no le den espasmos o se vuelva violenta, porque estas enfermedades abruman al que las sufre, pero también a sus vecinos.

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