martes, 21 de julio de 2009

La "normalidad" del Sr. Pombo


Parece que cuando escribí los dos posts anteriores me estaba adelantando a las peculiares sinrazones de Alvaro Pombo que con gran delicia expone “La Razón”, periódico poco sospechoso de simpatías homosexuales que, como es natural, utiliza a un personaje tan contradictorio como este señor para arrimar el ascua a la sardina de la homofobia.

El truco es viejo: utilícese al miembro de una minoría a la que se quiere desprestigiar contra ella misma.

Tampoco es difícil: las minorías no son homogéneas y algunos de los que se supone que pertenecen a ellas se niegan sistemáticamente a que los encuadren en las mismas, como si fueran casos especiales, inclasificables e intocables.

El Sr. Pombo ya ha expuesto algunas o todas estas ideas previamente, desde su resistencia al encasillamiento sexual hasta su disgusto por el movimiento (y por el término) gay, pasando por su negativa a la palabra y al hecho del matrimonio entre personas del mismo sexo. Que el lo envuelva en su particular versión de progresismo le viene de perlas a la mentalidad inequívocamente reaccionaria del diario de marras, que pretende asi reforzar su bien conocida doctrina eclesiástica de deslegitimación de los homosexuales y de fomento de su invisibilidad.

Las opiniones no ofenden, aunque no tengan un buen fundamento Aunque, como también decía en mis posts anteriores, sería perder el tiempo enredarse en discutir lo indiscutible. Parece que el Sr. Pombo se contenta con una modesta despenalización de la homosexualidad, con que ya no se amenace directamente con la cárcel o la “reeducación”, pero que, como los voceros más conservadores de la gazmoñería, desearía que los agradecidos bujarrones fueran a partir de ese momento por completo invisibles, “normales” que se limitaran a practicar su vicio en las catacumbas y sin ofender los delicados sentimientos de los heterosexuales, que sufren lo indecible con la indecencia de las cabalgatas y la cursilería de las bodas.

Esto de cursi tiene su gracia, entre otras cosas por ser una calificación poco adecuada a una época que puede pecar de vulgaridad, pero no de los rasgos de “quiero y no puedo” que caracterizaban a la pequeña burguesía en generaciones anteriores, especialmente en las pequeñas ciudades de provincia. Creo que el Sr. Pombo, como muchos españoles de su edad, califica de cursis ceremonias y manifestaciones de sentimientos de las que él se avergonzaría, pero esto es su problema, puesto que la cursilería sólo ofende a quien se deja.

Afirmaciones como las del Sr. Pombo son hijas de la equivocada idea de que la discreción y la invisibilidad son garantías de tolerancia, pero esto es como decir que si los negros en América hubieran sido muy muy buenos y se hubieran resignado a su suerte los blancos les hubieran dado los derechos civiles. Sólo la lucha, la reivindicación y la visibilidad garantizan a una minoría un cierto respeto, pero es difícil respetar lo que no existe o lo que no se sabe que existe.

Como en el caso de las opiniones de la Reina Sofía, propaladas por una autora bien conocida por su integrismo, no demos demasiada importancia a las de este señor publicadas en un diario tan próximo a la ortodoxia católica. Este es un país libre y se puede disentir de lo que piensan unos y otros, aunque con estos amigos no nos hagan falta enemigos.

martes, 7 de julio de 2009

Prendidos en los términos... interesadamente


Parecería, de tomárselo literalmente, que la gente pierde el tiempo en discutir el sexo de los ángeles cuando se habla de matrimonio y se une a “de personas del mismo sexo”. La polémica de si se debe llamar así o no ha contagiado a los homosexuales mismos, algunos de los cuales, sin saber muy bien lo que dicen, hacen afirmaciones contrarias, contradictorias y confusas, sin darse cuenta de que están cayendo en la trampa de los que se niegan a la igualdad de derechos para las minorías, en este caso sexuales, es decir, fundamentalmente las iglesias y los grupos afines.

El término debe ser igual si el contrato es igualEvidentemente lo que importa es el derecho y no el nombre, pero si los derechos deben ser iguales para todos, el nombre con el que se denominan debe ser también igual.

El matrimonio civil (el único que existe a efectos jurídicos) es un contrato con unos derechos y obligaciones específicos de los que se derivan otros. Sólo hay un tipo de matrimonio en el derecho moderno, a diferencia de tiempos pasados en los que podían darse diferentes tipos con diferentes derechos (en el derecho romano, por ejemplo). Si sólo hay un tipo de matrimonio no hay razón alguna para que este contrato adquiera otro nombre a causa del sexo de los contrayentes… a no ser que se quiera reducir o limitar su alcance.

La lucha emprendida por la palabra no es inocente sino que trata, una vez más, de descalificar desde las creencias a los que no se ajustan a una determinada norma, tenida por la única “canónica”, con el fin de hacerlos aparecer como claramente diferentes e “inferiores”, puesto que no reúnen los requisitos de “normalidad” que se predican como los únicos aceptables.

Un estado aconfesional y laico no debe entrar a considerar tales disquisiciones, sino proteger del mismo modo a mayorías y minorías extendiéndoles los mismos derechos con el mismo nombre.

No es verdad que:

El matrimonio sólo sea “verdadero” o socialmente aceptable cuando la pareja pueda ser fértil. En este caso habría que prohibirlo para los heterosexuales estériles y para todos a partir de cierta edad.

El matrimonio haya sido eternamente igual. Basta con repasar la historia para ver la evolución de la institución. Basta leer la Biblia para darse cuenta de que los patriarcas practicaban la poligamia y otras supuestas “aberraciones”.

El matrimonio no pueda variar. Todas las instituciones humanas lo hacen, la esclavitud, los derechos humanos, los de propiedad y un sinfín de otros han cambiado y siguen evolucionando.

El matrimonio de personas del mismo sexo amenace al de los heterosexuales. El aumento de la inestabilidad matrimonial tiene múltiples causas, pero carece de toda relación con la homosexualidad como tal.

El matrimonio de personas del mismo sexo fomente la promiscuidad o la infidelidad. La segunda es una vieja plaga de las parejas heterosexuales, la primera no suele ser la característica principal de las personas del mismo sexo que quieren contraer matrimonio y con él las obligaciones del mismo.

Las verdaderas razones de la inquina religiosa a la palabra hay que buscarlas en la supuesta superioridad moral, la intolerancia y la homofobia que caracterizan a tantas iglesias, así como a la increíble hipocresía con la que aceptan la realidad social, siempre que no afecte a sus privilegios.