jueves, 26 de enero de 2017

CRUELDAD

A estas alturas no debería asombrarme, pero por muchos años que cumpla siempre me quedo de piedra ante la crueldad gratuita que derrochan ciertos seres. Puede ser contra animales indefensos (todos los son ante el hombre) contra adolescentes en la escuela, contra discapacitados que no tienen culpa de serlo, contra el propio cónyuge, a quien luego se dice querer, y hasta contra los muertos y sus seres queridos, porque a veces las palabras son mucho más dañinas que los golpes y se lanzan con saña para entristecer aún más al que ya sufre.
La crueldad ha encontrado un nuevo hueco en las redes sociales, en las que se pueden dar gritos, insultar y maldecir sin dar la cara, escondiéndose tras seudónimos en una dirección de internet. Aquí encuentran ahora su lugar los que también están dispuestos a tirar piedras y formar parte de multitudes linchadoras de toros o de personas, que al linchador le da igual, sólo precisa de una percha de golpes para su ciega rabia.
La ola de burradas cuyo objeto ha sido la familia Bosé, tras la muerte de la espléndida Bimba, es el último ejemplo de esta mezquindad malvada que a veces ¡oh Dios! se escuda en una supuesta “moral” que va contra la ética más elemental. El cruel disfruta haciendo daño, se complace en su sadismo, pero tiene la necesidad de encontrarle justificaciones religiosas, políticas o sociales, cuando la crueldad nunca es ni justa ni justificable.
Los que lanzan denuestos en las redes suelen ser personas frustradas, envidiosas y resentidas, no sabemos porqué en cada caso, ni tampoco nos debe importar, porque sus problemas, si los tienen, no se solucionan con insultos ni con el daño que hacen a otros y, si han sufrido injusticias las están cometiendo ellos al comportarse cruelmente.
El cruel muestra con su comportamiento su auténtica fealdad, la supuración interior que le corroe y no le deja vivir feliz, porque no puede ser feliz el que pierde su energía en el daño ajeno. El odio que sienten está fundado en la conciencia de su propia miseria ante la belleza, la inteligencia, la bondad o la luz que emiten otros y, cuando la crueldad se ejerce contra personas corrientes, irrelevantes o incluso no muy recomendables, estamos ante cobardes que se crecen por una vez en su triste falta de autoestima.
Los tuits crueles califican al que los envía, con independencia de a quien van dirigidos.

viernes, 20 de enero de 2017

ESQUIZOFRENIA

Hay personas, especialmente personas públicas, que no deberían abrir la boca para no hacer el ridículo, pero callarse es muy difícil y, por otra parte, sirve para que finalmente no nos den gato por liebre y sepamos cómo piensan realmente, o cómo no piensan, ya que muchas opiniones de figuras mediáticas demuestran vacío mental, ignorancia supina o neurosis en diferentes grados.
No quiero hablar aquí del ya presidente Trump, ejemplo insigne de todo lo anterior, sino de Stefano Gabbana, mitad de la famosa marca con su ex-amante Dolce, diseñadores ambos de prendas carísimas para profesionales del lucimiento de etiquetas y aficionados también ambos a los jóvenes y bellos modelos que lucen las masculinas.
Parece ser que ante las espantadas de modistos varios, enfrentados a la horrible perspectiva de vestir a la señora presidenta, esposa del hortera Trump, el señor Gabbana dijo que él la vestiría con mucho gusto, lo que levantó ciertas susceptibilidades en algún individuo con conciencia política que se apresuró a afear al diseñador exquisito su falta de compañerismo y empatía con sus congéneres homosexuales al fraternizar con una pareja tan claramente homófoba, y es aquí donde el señor Gabbana dijo lo que pensaba:
-¡No me gusta que me llamen gay!… ¡Yo soy un hombre!
Si hubiera dicho que lo hacía por dinero, fama o simplemente porque es su negocio, nadie se hubiera fijado mucho en algo tan normal, aunque algunos hubiéramos torcido un poco el gesto, pero la brillante frase pronunciada nos indica hasta qué punto el señor Gabbana está necesitado de tratamiento y reeducación.
Efectivamente es un hombre, nadie lo duda, y justo por eso es gay, porque le gustan otros hombres (o chicos) como él. Si fuera mujer o heterosexual nadie lo llamaría gay, pero este sujeto pertenece a esa clase de mariquitas esquizofrénicas que se indignan cuando las etiquetan tan correctamente como él hace con sus prendas: ¡gay yo! ¡De ninguna manera, a mi sólo me gustan los hombres!
Tal vez quiera decir, como el también exquisito Lagerfeld, que a él no se le puede comparar con los gais del montón, porque él habita en el Olimpo de los millonarios, pero ¡ay! la etiqueta de gay, como la de ser humano, es aplicable a toda la especie y, además, llueve sobre mojado, puesto que conjuntamente con su socio estuvo de acuerdo no hace mucho en que los gais no deben adoptar niños, ya que crecer sin los espaguetis de una mamma como es debido y un padre bien macho es seguro de infelicidad.
El señor Gabbana es escasamente original por arcaico, al repetir el viejo esquema hipócrita aún tan vigente en Italia y tan del gusto de los conservadores en todas partes: "la homosexualidad existe ¡ay qué desgracia!… pero hagamos como si no existiera, no hablemos de ella, no la nombremos…. porque en realidad nadie es homosexual, sólo hay personas con gustos peculiares que se practican en secreto ¿que esto causa infelicidad y problemas?… Sí, pero sólo a los pobres, los ricos y famosos tienen valedores y dinero y, más importante aún, no pueden ser etiquetados."