lunes, 17 de marzo de 2008

De cómo ser gay y homófobo


El reciente escándalo de un ex concejal del PP de Palma de Mallorca que se gastó más de 50.000 euros en bares de alterne y prostitución masculina es ilustrativo de lo que significa el armario, que es lo que a cierta derecha, obispos incluidos, les gustaría para todos los gays.

Este es un asunto que sale a la luz sólo porque el sujeto en cuestión se gastó dinero público con una tarjeta de crédito municipal, pero hay sin duda muchos otros que nunca son objeto de atención mediática porque los que hacen cosas parecidas usan sus propios fondos.

Resulta igualmente curioso el paralelismo entre este caso y el de Ted Haggard, famoso predicador fundamentalista norteamericano denunciado por un chapero que le proporcionaba drogas y sexo. El de Mallorca es, como el de Colorado, un hombre casado con hijos y de estrechas convicciones religiosas que le acercan a los kikos, grupo integrista católico. También como él achaca a su adicción a las drogas la frecuentación de lugares tan inconvenientes, aunque yo no he oído de caso alguno en el que las drogas hagan cambiar de orientación sexual.

La sinrazón produce monstruosEstos señores demuestran, por si hiciera falta, el mundo de falsedades e hipocresías sobre los que se asientan algunas moralinas religiosas. Por una parte se niega que la homosexualidad sea algo natural y se afirma que es una opción pecaminosa, centrada en la promiscuidad y el vicio y que se puede cambiar con las justas terapias y la fe, por otra se cae en todo lo que se condena una y otra vez en un perfecto ejemplo de doble vida.

Se puede ser muy comprensivo con las debilidades humanas, pero es difícil extender cualquier clase de simpatía a personas que critican con ferocidad en otros lo que ellos hacen a escondidas y se niegan a reconocerles derechos.

En el fondo es lo que desean bastantes iglesias, entre las que se cuenta la católica. Saben perfectamente que nadie deja de ser homosexual por un acto de voluntad y por mucha fe que se tenga, pero tienen que mantener su monopolio moral y sus principios, por mucho que choquen con la evolución social, la ciencia o la simple razón. Sin monopolio no hay poder y sin poder son muy poco, dado que su espiritualidad verdadera y la parroquia que les sigue son escasas.

El ideal, pues, parece ser que la homosexualidad se silencie y se criminalice (¡ah! la impía asignatura de Educación para la Ciudadanía), que los homosexuales interioricen la condena para odiarse a sí mismos, que se casen con un cónyuge víctima al que se oculta cuidadosamente lo que pasa y que, cuando no se pueda resistir más, se dedique uno a las drogas y al adulterio sistemáticos, aunque, eso sí, con profundo arrepentimiento cada vez y frecuentes confesiones ante los magnánimos ministros divinos, que perdonan siempre que se reconozca que uno es muy, pero que muy malo y que ellos son imprescindibles. Esta suprema felicidad no debe romperse con ningún divorcio, porque ya se sabe que los hijos sufren mucho y que el matrimonio es indisoluble. Si el cónyuge también sufre da igual, ya se sabe que a este mundo se viene sobre todo a sufrir.

Es decir, que la homosexualidad sea odiosa y los homosexuales despreciables, aunque uno también lo sea.