lunes, 11 de febrero de 2013

NO ESPEREN GRAN COSA

La abdicación del Papa Benedicto XVI es una sorpresa, porque ningún papa lo ha hecho desde el siglo XV, pero solo relativa porque él ya había dado alguna indicación en este sentido. Lo que tampoco cabe esperar son grandes cambios en la Iglesia Católica. En cuanto se ha difundido la noticia hay muchos que se han puesto a conjeturar qué puede pasar y si la iglesia cambiará su actitud respecto a muchos temas de costumbres, incluyendo su permanente condena de las personas LGTB y su alineación con los más reaccionarios en todas las batallas por la igualdad de derechos. Basta haber estudiado un poco la historia de esta poderosa organización para darse cuenta de que un cambio radical es imposible y que ni siquiera es probable una pequeña reorientación, al menos a corto plazo.

Se suele pintar al Papa actual como particularmente homófobo, pero creo que no lo es más que los anteriores, puesto que no ha hecho más que mantener la enseñanza tradicional mil veces repetida. La lucha por la igualdad de derechos de homosexuales y demás nunca antes había alcanzado las cotas que ahora alcanza, de modo que los pontífices apenas tuvieron que pronunciarse sobre ello, puesto que las autoridades civiles negaban ya toda igualdad. La mayor aceptación social y los cambios legislativos que han ido con ella es lo que ha obligado a todos los jerarcas, papa incluido, a lanzar sus condenas, inevitables, puesto que les obliga una larga tradición y les presiona aún más la considerable decadencia de la institución y el deseo de mantener una influencia social cada día menos evidente. 

En la situación de crisis que vive el cristianismo en general y el católico en particular, se puede optar por un aggiornamento como el que proponía Juan XXIII, cuyo resultado natural hubiera sido una profunda revisión de doctrinas, dogmas y normas de disciplina y organización para adaptarlos al cambio social y los descubrimientos científicos, o por un enrrocamiento en posturas ultramontanas. La primera postura tenía como peligro la disolución de la iglesia en la sociedad, como ha pasado de hecho con muchas denominaciones protestantes moderadas, que conservan hoy núcleos muy reducidos de fieles practicantes. La segunda tendencia es la que ha ido adoptando progresivamente la Iglesia Católica, aún a sabiendas de que pierde seguidores en gran número: parece ser que prefiere quedarse con menos fieles pero más fanáticos.

Basta un somero examen del clero actual y de los jerarcas para darse cuenta de que la gran mayoría no se aparta un ápice del camino trazado, de modo que poco cabe esperar, aparte de algo más de diplomacia, palabras más sibilinas o estrategias más laberínticas y desviadas... y aún esto es dudoso.

Más aún, aunque la Iglesia Romana cambiara mucho su actitud, la nuestra no debe cambiar: tenemos que seguir exigiendo que la religión, cualquier religión, sea completamente separada del estado y que la iglesia no pueda ejercer una autoridad y tutela indebidas de la sociedad civil. Si esto se consigue, lo que pueda hacer o decir un papa futuro solo importará a los que creen en él.

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