martes, 5 de agosto de 2014

ALIVIO PERO NO CURA

Parece que alguien tan soberbio como el Cardenal Rouco tendrá que aprender algo de humildad, ahora que el Papa Francisco, de talante bien diferente, ha decidido aceptarle una dimisión que él creía meramente formularia. Desaparece así a regañadientes una figura siniestra y negativa, que tanto ha contribuido a la perduración de actitudes ultramontanas entre una buena parte del conservadurismo hispano.

La sociedad actual, especialmente los jóvenes, está muy lejos hoy día no ya de compartir, sino siquiera de entender en qué consisten los extraños dogmas y los absurdos mandamientos de una secta como la católica, que tan indebidamente sigue ocupando una posición de privilegio en España, Italia y algunos otros países, pero caeríamos en un grave error si pensáramos que la huida de fieles y la falta de prestigio de la institución bastan para terminar con su nefasta influencia: véase si no el proyecto que pretende privar a las mujeres de toda capacidad decisoria respecto a su cuerpo, la genuflexión ante Putin al firmar el pacto de adopción con Rusia, la negativa a admitir a trámite una ley integral de transexualidad en Madrid y la reclamación ante el constitucional por una ley similar en Cataluña.

La Iglesia Católica española, casi siempre protegida o confundida con el estado, ha tenido que hacer muy pocos esfuerzos para justificar su poder y sus acciones, ha practicado siempre la prepotencia e invadido todas las esferas que ha podido, además de sembrar el odio y justificar la violencia contra todo lo que le pareciera desafiar sus privilegios y la base de su irracionalidad. El Concilio Vaticano II la sorprendió todavía en plena Edad Media y aún en el disfrute de sus prebendas durante el Nacional-Catolicismo, consiguió asustar a Tirios y Troyanos para mantener una posición preeminente después de 1975, a pesar del abandono masivo de fieles y de su impopularidad, y vuelve a resaltar como de las más retrógradas frente a los nuevos vientos algo más liberales que soplan desde Roma. No es extraño en una organización que confunde espiritualidad con ritos, creencia con obediencia y orgullo con dignidad.

Rouco se va, pero la Iglesia se queda y no es contra él sino contra ella contra lo que hay que luchar: como creencia es tan respetable como todas, como poder fáctico no. Hay que exigir a los gobernantes la definitiva separación total de iglesias y estado y el fin de su indebida influencia y presencia en legislaturas, ceremonias cívicas y el espacio público en general. Mientras no se denuncien los infames Tratados entre España y el Vaticano y mientras no se autofinancie lo que no es más que una creencia hoy día minoritaria, no se podrá hablar del fin de sus privilegios y de la imposición práctica a todos los españoles, católicos o no, de dogmas propios de una institución que se representa cada vez más sólo a sí misma y que no tiene ningún mandato democrático para representar a nadie más.

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