domingo, 23 de noviembre de 2014

EL CAMPO

Soy absoluta e intensamente urbano de modo bastante exclusivo. El campo tiene escasos alicientes para mí, aunque puedo contemplar su belleza de vez en cuando y siempre que no haya que meterse en ella hasta el punto de alejarse por completo de la civilización. No hay ni qué decir que esto me ha atraído siempre considerables críticas por parte de los supuestos amantes de la naturaleza, que se horrorizan de mi pobre sensibilidad, de lo que ellos creen falta de conciencia ecológica y de otros fallos reales o supuestos.

Creo que mi poco amor por el agro viene de varias causas: mi fuerte miopía de nacimiento, que me hacía sentirme inseguro en los grandes espacios, la temprana experiencia del primitivismo de las condiciones de vida de los campesinos españoles a mediados del siglo XX y mi afición por la comodidad, los libros, los espectáculos y las gentes variadas, cosas todas poco separables de la ciudad.

En esto creo ser más franco que otras personas que pretextan un intenso amor por la naturaleza, a la que castigan con grandes coches que gastan gasolina, contaminan el aire, levantan polvo y erosionan la tierra, o que cazan pobres bestias indefensas que ni siquiera se comen en lo que llaman “deporte” cinegético. Amar el campo no es irse de pícnic a orillas de un pantano artificial o hacer “chuletadas” bajo los pinos. Los verdaderos amantes o estudiosos del campo son silenciosos, renuncian a comodidades sin fin y suelen tener personalidades más bien reservadas y solitarias. A éstos los respeto, porque sobre gustos no hay nada escrito, a los otros también, siempre que no se empeñen en demostrarme lo muy insensible que soy a lo “natural”.

Las visiones idílicas del campo suelen ser patrimonio de urbanitas que nunca han vivido en la naturaleza real y son tan antiguas como la civilización. Una vez que nuestros antepasados dejaron las cavernas y construyeron los primeros pueblos, ya hubo algunos que nunca las habían habitado, pero que empezaron a imaginarse lo “natural” que sería vivir en ellas, lejos de los demás. Lo vemos en los poetas griegos y latinos y es un tema literario recurrente en todas las épocas.

Hay más de un escribidor que se lamenta en periódicos y revistas de la desaparición de los campesinos tradicionales, de de la de muchos pueblos pequeños y del campo como él lo conoció, pero lo que yo conocí no era nada envidiable: casas incómodas, sin agua corriente, sin servicios sanitarios, sin calefacción, en aldeas de difícil acceso donde ir a la escuela requería voluntad, acudir al médico era un lujo y hospitales, teatros y libertades conceptos exóticos y lejanos.

Cierto que hoy hay televisión y hasta los sitios más alejados están mejor comunicados que antes, pero en zonas de muy baja densidad de población el mantenieminto de redes eléctricas, telefónicas o de carreteras, por no hablar de escuelas y hospitales es carísimo o imposible. Aún así se mantienen en algunas regiones ¿pero por cuánto tiempo? La vida al margen o casi no es tan agradable como parece desde afuera y la despoblación de las zonas rurales es un fenómeno universal y bastante natural… que seguramente acabará devolviendo a la verdadera naturaleza y a su fauna terrenos de agricultura poco rentable, porque los adoradores del campesinado idealizado no son demasiado conscientes de que los campos cultivados son también artificiales, como lo es la inmensa mayoría del paisaje desde el neolítico.


El campo es indudablemente muy bonito… desde la ventanilla del tren o el balcón de un hotel rural.

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