viernes, 16 de noviembre de 2012

PODER FÁCTICO

Los que no vivieron la Transición democrática en España no se acuerdan de los mucho que se hablaba entonces de "poderes fácticos", es decir de las instituciones que, como el ejército o la iglesia, no tenían un papel político preciso, aparte de algunas vaguedades en las leyes franquistas, pero que, sin embargo, detentaban un poder real en el estado, bastante mayor que el de otras organizaciones que, como los Sindicatos Verticales, no eran más que fachadas del régimen.

La Transición pareció acabar con el más temido de los poderes fácticos: el enorme y reaccionario ejército franquista, reconvertido en una institución moderna, profesional, ejemplar y hasta popular por sus misiones humanitarias, pero se estrelló, una vez más, con una iglesia que, tras unas pocas veleidades democráticas bastante insinceras, se ha hecho cada vez más reaccionaria y sectaria.

Al compás de la creciente cerrazón vaticana, la jerarquía española está hoy entre las más cerradas y cerriles, enlazando directamente con su tradición tridentina, anti-intelectual y antimoderna. Mientras más se aleja la sociedad de ella, más parece encastillarse en movimientos ultras, condenas e imposiciones, lo que no sería muy importante si se limitara a oprimir a sus fieles, cada vez menos y más fanáticos, pero lo grave es que sigue intentando obligar a toda la sociedad a obedecer mandatos que derivan de su particular dogma, sin relación alguna con una ética cívica ni con la evolución de la ciencia y las costumbres.

Los sucesivos gobiernos españoles no han tenido hasta ahora la valentía de enfrentarse a lo que sigue siendo un poder fáctico no reconocido e incluso negado en la constitución y las leyes, pero no por ello menos real. Entre los muchos cambios y reformas que será preciso introducir en los años venideros, una radical separación entre estado e iglesias es de las más urgentes, porque la intromisión de clérigos y adláteres en los procesos legislativos, el inadmisible mantenimiento de una religión a costa de los presupuestos del estado y los desiguales tratados con el Vaticano se agregan a otras disfunciones y están muy lejos de representar la realidad social.

Nadie ha elegido a unos obispos que influyen para que se cambie la ley del aborto en su permanente guerra contra las mujeres, o que se atreven a descalificar la sentencia del TC sobre el matrimonio igualitario con argumentos de fe y no de razón, así como a exigir al gobierno que vuelva a meter a los homosexuales en el armario. Nadie tiene porqué aguantar semejantes imposiciones como si estos señores fueran más respetables que cualquier otro opinador, porque la libertad de expresión es solo eso, pero no debe dar bulas ni privilegios  en una sociedad verdaderamente laica.

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