sábado, 11 de abril de 2009

Folclore, cultura y política


Vaya por delante que no me gustan nada o muy poco las fiestas locales de cualquier país. Pueden ser interesantes desde el punto de vista antropológico, histórico o cultural, pero el ruido, las masas, las supersticiones y barbaridades de que se componen casi todas ellas me resultan ajenos cuando no repulsivos. Por otra parte, si bien en ciertos lugares conservan aún una cierta autenticidad por elevada participación autóctona y por ser la única o principal celebración comunitaria, en la mayoría, especialmente en occidente, no son sino una repetición ritual huera de algo cuyo sentido se ha perdido en gran parte para convertirse en mero folclore, atracción turística o fetiche identitario en el peor de los casos.

España abunda en esta clase de manifestaciones que, curiosamente, hacia el fin del franquismo estaban en decadencia y tenían escaso prestigio entre opositores e intelectuales en general. Su arcaísmo y general impregnación religiosa chocaban con la vida moderna, mientras que la evolución económica y social las relegaba lentamente a ser una diversión más entre las múltiples existentes.

El folclore se utiliza como armaUna de mis grandes sorpresas ha sido no la supervivencia de algunas de ellas, sino el renacimiento y abultamiento de muchas otras, su extensión y su reevaluación por no pocos de los que antes las criticaban. Hasta manifestaciones representativas de un tipo de religión intolerante y reaccionaria pueden llegar a ser entusiásticamente exaltadas por personas que en otros aspectos de la vida se consideran progresistas. Es comprensible que se haga para atraer turistas, no tanto cuando sólo sirven para apoderarse de las calles y exagerar una presencia que no se tiene realmente en la sociedad.

La Semana Santa española siempre me pareció un espectáculo triste y abrumador que desplazaba la celebración del gozo pascual de la resurrección de Cristo para los creyentes a la recreación morbosa, sadomasoquista e inquisitorial en el sufrimiento y los martirios. Me acuerdo muy bien de cuando en plena dictadura nacional-católica los padecimientos se redoblaban con la prohibición de cines, bailes, música no religiosa y otras frivolidades, al estilo del actual Irán.

España es otra, pero como no siempre se pueden quemar etapas, las nuevas clases medias, tan secularizadas de un lado, vierten demasiado ingrediente folclórico en el compuesto de su mediocre cultura y le dan una valor identitario variable según las regiones, pero siempre excesivo. La iglesia católica, que en el fondo no ha cambiado nada, se aprovecha de ello para hacer su política, que este año puede consistir en lucir lazos blancos y al siguiente en cualquier otra cosa, con el privilegio que supone que le regalen manifestaciones gratuitas, protegidas e intocables para abrumar con sus creencias a paganos e indiferentes, que son hoy día bastantes más que sus fieles.

No, no me gusta el folclore cuando se utiliza como arma.

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