domingo, 25 de septiembre de 2016

MASCULINISMOS

Estamos tan acostumbrados a un mundo binario, dividido en géneros nítidamente separados por límites precisos, que a veces nos parece natural lo que no es sino convención, costumbre, herencia cultural o prejuicio. Ni siquiera el sexo biológico es tan claro como algunos creen y, si se dan intermedios en él, más aún en algo que es un constructo social, variable entre épocas y culturas.

Las personas de más de 60 crecimos en una sociedad en la que el género ni siquiera se discutía, sino que se daba por supuesto con una carga determinada: la mujeres eran o debían ser todas delicadas, sensibles, maternales, caseras, sumisas, castas, perfumadas, bien vestidas, interesadas en el matrimonio y esforzadas en hacerse atractivas para un hombre que se quisiera casar con ellas, mantenerlas y darles hijos a los que dedicarse plenamente. Claro que había algunas que se salían de la regla y que, por tanto, eran “malas”, aunque fueran muy frecuentadas por varones que se sentían más atraídos hacia ellas que hacia las buenas.
El hombre ideal, en cambio, y sin caer en las imágenes fascistoides del “medio monje, medio soldado”, que nadie se creía, debía ser más bien hirsuto, agresivo, austero, de pocas palabras, no demasiado cuidado, amante de los deportes, poco interesado en la ropa o la estética en general, pero sí en su carrera u oficio y en las mujeres como objetos o como futuras madres de sus hijos. Había muy poco más y, en consecuencia, los que se ajustaban plenamente al modelo eran unos seres bastante aburridos y nada interesantes.
Lo curioso es que podía haber malas mujeres, fatales vampiresas que hacían perder la cabeza a los impreparados machos que caían en sus redes, malas, pero muy mujeres, y nada similar en los varones, porque un chico atildado, perfumado, cuidado, de buena conversación, interesado en las artes y poco o nada en los deportes… ¡no era un hombre! Era sólo un remedo, una perversión, con independencia de que se sintiera atraído o no hacia las mujeres, la mayoría de las cuales lo despreciarían por no ser bastante hombre, sin contar con la burla de los verdaderos machos, cuando no la agresión por atentado a los valores masculinos.
No es de extrañar, pues, que casi todos los hombres intentaran adaptarse al máximo al modelo y que los que se salían de la norma fingieran cumplir con ella a vistas, y que incluso interiorizaran un cierto desdén por los “poco masculinos”, en flagrante traición a sus compañeros de sufrimiento.
La desaparición o reblandecimiento de estos rígicos códigos conformadores del género debe verse como liberación, no como confusión, porque los que de verdad tienen “ideología de género” son los que lo defienden como categoría fija e inmutable, no los que intentan disolverlo en el cúmulo de convencionalismos que lo constituyen, es decir, que lo que se ha dado en atacar como ideología es más bien invento de los atacantes, no de los que consideran el género norma social fluida y variable.

No hay comentarios: