jueves, 21 de mayo de 2009

El caso irlandés


La publicación de un documento, fruto de una larga investigación sobre los abusos de todo género cometidos con miles de niños en centros católicos de Irlanda desde los años 30 a los 90 del siglo pasado, pone de nuevo sobre la mesa la crueldad, la arrogancia, la falta de humanidad y la nula espiritualidad de un clero que ha entendido la religión como una serie de abstractos mandamientos codificados, prácticas huecas y juegos de poder e influencia. Sorprende por lo mismo que una organización semejante se considere en posesión de la superioridad moral e intente imponerla a toda la sociedad, incluyendo a los que no creen ni en sus dogmas ni en su función social.
No hay superiores moralesA los que en nuestros tiempos nacional-católicos nos tocó padecer la “educación” clerical no nos sorprende nada lo que ahora se cuenta. Salvando las distancias entre los pobres niños huérfanos sin protección alguna y los burguesitos que sí la teníamos, recuerdo mi estancia en un determinado colegio de Madrid como una serie de años de condicionamiento mental brutal, piedad obligada, abuso psicológico, castigos arbitrarios y palizas. Los castigos físicos no eran sin duda tan terribles como los que se describen en el documento irlandés, porque más de un padre podía haberse enfadado bastante, pero las tortas, los capones, los tirones de pelo y de orejas eran habituales. Los tormentos lentos y sutiles podían ser peores, recuerdo en particular que los que llegaban tarde a la misa obligatoria con la que empezaba el día a las 8:30, tenían que quedarse de rodillas sobre el helado marmol del suelo hasta que terminaba… con los pantalones cortos que todos llevábamos entonces. El frío subía hasta la cadera y te atenazaba el cuerpo.
Con alguna excepción honrosa ninguno de aquellos frailes tenía una cultura mediana, lo que los obligó a recurrir ya en mis tiempos a no pocos profesores laicos contratados, pero todos te metían el miedo en el cuerpo y te hacían sentir como un ser deleznable, pecador y condenado de antemano.
Como la brutalidad engendra más brutalidad, recuerdo también la extremada violencia física entre alumnos y los abusos de unos sobre otros, siempre sin control ni eco alguno entre aquellos “educadores”.
“Sentirlo mucho” no es bastante, especialmente cuando la iglesia, en la que tantos casos de malos tratos y pedofilia abundan, sigue fomentando la intolerancia y la discriminación contra mujeres, homosexuales y los que no creen en ella. Me parece que el tardío arrepentimiento es resultado más de impotencia que de verdadero pesar.

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