
Hasta el siglo XIX los que no se conformaban a las simples y opresivas reglas de comportamiento sexual eran “sodomitas”, “brujas”, “herejes” y otras lindezas que suponían condenación moral, pero desde que la ciencia primero y la sociología después sustituyeron a la religión han ido apareciendo las palabras que conforman las siglas LGTBIQ…. y las que vengan; un conjunto cada vez más inmanejable por las divisiones y subdivisiones que implica y la compartimentación en la que parece encerrar a todo ser que no entre en una simplista dicotomía macho-hembra, positivo-negativo.
Casi todos los humanos acaban decantándose, unos antes y otros después por una o varias clases de comportamiento de acuerdo a sus pulsiones e inclinaciones y no siempre es posible clasificar a cada individuo en una taxonomía útil tal vez para especialistas, pero que es farragosa y no siempre clara en la vida y la conversación normales. En una sociedad más evolucionada, según la diversidad se convierta de verdad en la norma, lo lógico sería aceptar que la variedad individual es considerable y que, por tanto, también en los gustos y comportamientos afectivo-sexuales hay muchas personas de difícil clasificación, es decir, que existe una gradación y una fluidez considerables en este aspecto como en todo lo humano y que pretender etiquetar a cada individuo exactamente es más bien imposible.
Es significativo que homosexuales que han sido víctimas de rechazo social hayan tenido y aún tengan dificultades para comprender que hay bisexuales, transexuales, intersexuales, etc. y aún más dificulades para aceptarlos con naturalidad, repitiendo la historia de la desconfianza hacia lo diferente, algo muy humano, pero reforzado por los prejuicios sociales aprendidos desde la infancia y no siempre rechazados.
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