
La sociedad actual, especialmente los jóvenes, está muy lejos hoy día no ya de compartir, sino siquiera de entender en qué consisten los extraños dogmas y los absurdos mandamientos de una secta como la católica, que tan indebidamente sigue ocupando una posición de privilegio en España, Italia y algunos otros países, pero caeríamos en un grave error si pensáramos que la huida de fieles y la falta de prestigio de la institución bastan para terminar con su nefasta influencia: véase si no el proyecto que pretende privar a las mujeres de toda capacidad decisoria respecto a su cuerpo, la genuflexión ante Putin al firmar el pacto de adopción con Rusia, la negativa a admitir a trámite una ley integral de transexualidad en Madrid y la reclamación ante el constitucional por una ley similar en Cataluña.
La Iglesia Católica española, casi siempre protegida o confundida con el estado, ha tenido que hacer muy pocos esfuerzos para justificar su poder y sus acciones, ha practicado siempre la prepotencia e invadido todas las esferas que ha podido, además de sembrar el odio y justificar la violencia contra todo lo que le pareciera desafiar sus privilegios y la base de su irracionalidad. El Concilio Vaticano II la sorprendió todavía en plena Edad Media y aún en el disfrute de sus prebendas durante el Nacional-Catolicismo, consiguió asustar a Tirios y Troyanos para mantener una posición preeminente después de 1975, a pesar del abandono masivo de fieles y de su impopularidad, y vuelve a resaltar como de las más retrógradas frente a los nuevos vientos algo más liberales que soplan desde Roma. No es extraño en una organización que confunde espiritualidad con ritos, creencia con obediencia y orgullo con dignidad.
Rouco se va, pero la Iglesia se queda y no es contra él sino contra ella contra lo que hay que luchar: como creencia es tan respetable como todas, como poder fáctico no. Hay que exigir a los gobernantes la definitiva separación total de iglesias y estado y el fin de su indebida influencia y presencia en legislaturas, ceremonias cívicas y el espacio público en general. Mientras no se denuncien los infames Tratados entre España y el Vaticano y mientras no se autofinancie lo que no es más que una creencia hoy día minoritaria, no se podrá hablar del fin de sus privilegios y de la imposición práctica a todos los españoles, católicos o no, de dogmas propios de una institución que se representa cada vez más sólo a sí misma y que no tiene ningún mandato democrático para representar a nadie más.
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