Lo malo es que la política no puede reducirse a ética, porque por su propia naturaleza requiere precaución, desvío, táctica y discreción. Un buen político puede intentar ser ético y hasta puede conseguir acercarse a ello, pero alguien que siempre dice toda la verdad, incluso lo que piensa realmente de los demás, que nunca hace favores a nadie y que se comporta como un severo maestro con justicia perfecta tiene muy poco futuro político, si es que llega a empezar. Los votantes se quejan mucho cuando les mienten, pero se quejan igual cuando les dicen la verdad con todas las letras, porque en general les gusta que les digan sólo lo que quieren oír.
También se puede pensar que estética y política no tienen nada que ver, pero en nuestro mediatizado mundo es más que evidente que tienen mucha relación. Es antiestético mostrar el obsceno enriquecimiento de algunos mientras otros se empobrecen, pero también lo es tener mala imagen, no dar bien en la pantalla o difundir el mal gusto vestimentario, económico e intelectual, que no es único, puesto que lo que a algunos parece exquisito a otros les puede parecer repugnante.
Sería erróneo creer que el ciudadano medio es muy racional y vota siempre meditadamente en las democracias, porque la visceralidad puede con frecuencia más que la razón y los sentimientos son guiados por imágenes, sonidos y otros estímulos bastante pavlovianos contra los que cifras y razonamientos pueden poco. Es decir, que la estética es más importante de lo que parece, aunque también se equivocaría quien igualara estética con belleza, porque a veces lo que se elige es justo lo contrario, la fealdad que parece ética, aunque sea antiestética.
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