
El inglés es la segunda lengua de la mayor parte de la humanidad, no la primera, y eso hace que se hable imperfectamente, con muchos acentos y con substratos varios, pero su influencia es profunda y general y afecta incluso a aquellos que ni lo leen ni lo hablan, pero que acaban usando términos, calcos lingüísticos y expresiones de las que no saben el origen, pero que, dada su incultura lingüística, les parecen “modernos” y apropiados.
Los españoles que no saben idiomas no siempre saben tampoco el que se supone propio, es decir, el español, enfermedad que afecta de forma grave a un tipo de universitario, estudiante de psicología, economía u otras especialidades desarrolladas casi enteramente en el ámbito de habla inglesa e inventoras de numerosos neologismos.
Entre malas o pobres traducciones y lecturas poco meditadas y digeridas en el original estos “especialistas” difunden, con muy pobre redacción, un sinnúmero de barbarismos que suenan mal, sustituyen términos existentes y contribuyen al acusado empobrecimiento del lenguaje del que somos testigos. Si el término se deja en el inglés original puede ser pesado, pero no hace tanto daño como cuando se españoliza de cualquier modo.
“Outsourcing” es inglés, pero es entendido por los economistas y se ve como algo claramente importado. A los cursis les suena mejor que “subcontratar”, pero su efecto no es tan perverso como “empoderar” (empower), por “dar poder, dar autoridad”, “reluctancia” (reluctance), por reticencia, “resiliencia” (resilience) por resistencia, aguante, palabras que acaban colándose hasta en el discurso más inculto y que pueden terminar enraizándose en una lengua cada vez más fea, bastarda, poco exacta y sin matices.
Ejemplo:
“Si nosotros y nosotras tenemos la suficiente resiliencia para sin reluctancia empoderarnos como hombres y mujeres, niños y niñas, alumnos y alumnas, arribaremos al suceso académico y no seremos perdedores.”
¿Verdad que “mola”?
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