Soy
absoluta e intensamente urbano de modo bastante exclusivo. El campo tiene
escasos alicientes para mí, aunque puedo contemplar su belleza de vez en cuando
y siempre que no haya que meterse en ella hasta el punto de alejarse por
completo de la civilización. No hay ni qué decir que esto me ha atraído siempre
considerables críticas por parte de los supuestos amantes de la naturaleza, que
se horrorizan de mi pobre sensibilidad, de lo que ellos creen falta de
conciencia ecológica y de otros fallos reales o supuestos.
Creo
que mi poco amor por el agro viene de varias causas: mi fuerte miopía de
nacimiento, que me hacía sentirme inseguro en los grandes espacios, la temprana
experiencia del primitivismo de las condiciones de vida de los campesinos
españoles a mediados del siglo XX y mi afición por la comodidad, los libros,
los espectáculos y las gentes variadas, cosas todas poco separables de la
ciudad.
En esto
creo ser más franco que otras personas que pretextan un intenso amor por la
naturaleza, a la que castigan con grandes coches que gastan gasolina,
contaminan el aire, levantan polvo y erosionan la tierra, o que cazan pobres
bestias indefensas que ni siquiera se comen en lo que llaman “deporte”
cinegético. Amar el campo no es irse de pícnic a orillas de un pantano
artificial o hacer “chuletadas” bajo los pinos. Los verdaderos amantes o
estudiosos del campo son silenciosos, renuncian a comodidades sin fin y suelen
tener personalidades más bien reservadas y solitarias. A éstos los respeto,
porque sobre gustos no hay nada escrito, a los otros también, siempre que no se
empeñen en demostrarme lo muy insensible que soy a lo “natural”.
Las
visiones idílicas del campo suelen ser patrimonio de urbanitas que nunca han
vivido en la naturaleza real y son tan antiguas como la civilización. Una vez
que nuestros antepasados dejaron las cavernas y construyeron los primeros
pueblos, ya hubo algunos que nunca las habían habitado, pero que empezaron a
imaginarse lo “natural” que sería vivir en ellas, lejos de los demás. Lo vemos
en los poetas griegos y latinos y es un tema literario recurrente en todas las
épocas.
Hay más
de un escribidor que se lamenta en periódicos y revistas de la desaparición de
los campesinos tradicionales, de de la de muchos pueblos pequeños y del campo
como él lo conoció, pero lo que yo conocí no era nada envidiable: casas
incómodas, sin agua corriente, sin servicios sanitarios, sin calefacción, en
aldeas de difícil acceso donde ir a la escuela requería voluntad, acudir al
médico era un lujo y hospitales, teatros y libertades conceptos exóticos y
lejanos.
Cierto
que hoy hay televisión y hasta los sitios más alejados están mejor comunicados
que antes, pero en zonas de muy baja densidad de población el mantenieminto de
redes eléctricas, telefónicas o de carreteras, por no hablar de escuelas y
hospitales es carísimo o imposible. Aún así se mantienen en algunas regiones
¿pero por cuánto tiempo? La vida al margen o casi no es tan agradable como
parece desde afuera y la despoblación de las zonas rurales es un fenómeno
universal y bastante natural… que seguramente acabará devolviendo a la
verdadera naturaleza y a su fauna terrenos de agricultura poco rentable, porque
los adoradores del campesinado idealizado no son demasiado conscientes de que
los campos cultivados son también artificiales, como lo es la inmensa mayoría
del paisaje desde el neolítico.
El
campo es indudablemente muy bonito… desde la ventanilla del tren o el balcón de
un hotel rural.
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